Un zazen
El monje sacó del sobre de tela un hermosísimo kesa de color gris oscuro como una tormenta en invierno, cosido trozo a trozo por él mismo hacía tanto tiempo que casi ni lo recordaba. Lo colocó, doblado todavía, sobre su cabeza sin pelo y uniendo las manos en gasho a la altura de la nariz, entonó tres veces, con gran concentración, el sutra del kesa en voz muy baja, extrayendo los sonidos del fondo más profundo de sus tripas. Inclinó su cuerpo nuevamente y la tela doblada resbaló obediente, como por un tobogán, desde la cabeza hasta la manos abiertas y preparadas para recogerlo. La desdobló con movimientos precisos y seguros, y envolvió su cuerpo devotamente con el manto como si le asegurara una protección extraordinaria. Una vez, dos veces, mil veces había realizado aquellos mismos gestos desde el día que se ordenó con un simplísimo kesa de color negro y algodón puro, el más puro que pudo encontrar en el mercado y tan tieso que le costó dios y ayuda conseguir que aquella tela aprestada perdiera la rigidez y tuviera lo que se llama una hermosa caída.
Alguien anunció el inicio del zazen golpeando rítmicamente la madera dibujada con kanjis negros que colgaba de una punta en la pared del gaitán. Más lento al principio, con espacios de tiempo mudos; cada vez más rápido, caballos galopando. Luego un silencio, cargado todavía del sonido seco de la madera de mazo contra madera.
Un único impacto seco y poderoso marcó el final de la llamada.
Atravesando el gaitán, entró en el dojo donde se escuchaba el rumor de telas rozando consigo mismas. Un pequeño número de personas, hombres y mujeres, vestidos con el kimono negro y sencillo de los principiantes se acomodabae sobre sus zafus adoptando la postura para el zazen. Sentados en loto o medio loto, la espalda recta como intentando que la cabeza tocara la luna, las manos reposadas en el regazo formando el mudra del vacío. Rocas ancladas en el espacio denso del dojo. Otra vez, al fin, el silencio denso, como de profundidad abismal en un océano apacible.
Para entonces todos los practicantes se habían quedado inmóviles sobre sus cojines negros y con los ojos fijos en el suelo enmoquetado en oro o la pared hacia la que estaban vueltos.
Uno tras otro todos los sonidos, con sus distintos significados, fueron ejecutados cuidadosamente; el incienso encendido; las inclinaciones rituales ante el altar... todo llevado a cabo hasta conseguir que sobre el dojo se posara dulcemente una atmósfera serena que favoreciera la meditación.
Tres delicados toques en un pequeña campana de metal iniciaron la sesión. El dojo entero se movió hacia dentro, como si se invaginara, se replegó sobre sí mismo. Se profundizó la concentración cuajada en una contemplación íntima, en diálogo mudo de cada uno consigo mismo. Era el momento en que comenzaba la secreta batalla, personal y sin testigos, contra el dolor y otras tantas cosas. Las piernas que se agarrotaba con el paso del tiempo, la espalda que se tensaba intentando contener las ganas de derrumbarse, nudos que aparecían y desaparecían en los lugares más insospechados del cuerpo del que se tomaba clara conciencia a falta de otra cosa mejor que hacer. La respiración a ratos dulce y deliciosa; por momentos desbocada siguiendo el ritmo de los pensamientos, resistiéndose a ser controlada. El corazón batiendo.
Ane siempre se había preguntado cuál era la fuerza que les sujetaba a la inmovilidad incluso en los peores momentos, aquellos en los que uno temía que se iba a desplomar, esas veces en las que el desmayo se abría paso desde más abajo del estómago ascendiendo imparable, mezclándose en su camino con la rabia y la impotencia. “Explorar los límites”, decía uno de los monjes. Ane se sorprendía de los límites de su paciencia, de los de su resistencia y de los de su orgullo también. Lo normal en esos casos, si en el dojo existiera la normalidad, era levantarse, salir corriendo y vomitar si era necesario. Lejos de eso, se entraba en guerra declarada y abierta con uno mismo. Una solemne estupidez que Ane sospechaba que no sólo la sucedía a ella si tomaba en cuenta los suspiros apenas contenidos que intuía a su alrededor, los cambios mínimos de postura en un intento de recolocarse con algo más de comodidad -si es que en zazen existe semejante cosa- y, sobre todo, la sonrisa de oreja a oreja que se le ponía a todo el mundo cuando finalmente se oía, fresco como el agua, el sonido de la campana que anunciaba el final.
Pero no siempre era así. Un zazen nunca es igual a otro. Había veces que la media hora de meditación sentada seguida de diez minutos de meditación andando y otra media hora más de vuelta al zafu, eran como el corto suspiro de un dios eterno. Nada. Un instante en el que tan solo había dicha, gozo apenas saboreado porque en el momento justo en que lo tocamos con la conciencia, le ponemos un nombre, una etiqueta, ¡zas! el universo se separa y la dicha se disuelve. Ya intentamos retener, mantener, contener, que no se escape ese momento dulce. Entra el ego que quiere quedarse sólo, tan sólo, con lo bueno. Sabemos que había gozo porque lo analizamos después. El zen, en opinión de Ane era algo misterioso y éste era uno de los misterios que contenía. No se puede agarrar el momento, tan solo se puede vivir y eso no se asienta en nada, no se coagula en nada. Aunque lo parezca.
365 Tao #186, 3 de Enero: Punto
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*Punto*
*Haz de la mente*
*Un solo punto.*
La clave para cualquier meditación es concentrar la mente en un solo punto.
Hay muchos métodos para hacer eso, ...
:-) Perfecto Ane ¡¡¡ Lo clavaste ¡¡¡
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